

Todo llega … cuando se sabe esperar. Durante seis meses el espíritu del río ha permanecido quieto, silente, aletargado, sin apenas molestar. Pero con las tempranas flores de los ávidos cerezos, el durmiente se despereza y me recuerda que hace ya mucho que mis botas no hollan ninguna ribera.
En las postrimerías del invierno llega por fin el ansiado día. Todo lleva mucho tiempo preparado ya. En realidad demasiado. Las botas limpias, la ropa doblada, los aparejos ordenados … Hay un cierto orden marcial en todo ello. Como si algún tipo de batalla estuviese en ciernes.
Programas el despertador, aunque bien sabes que no lo vas a necesitar y que en realidad esperarás en vela a que llegue una hora prudente para abandonar el confort de las sábanas. Aún falta mucho para el alba cuando sales de casa con todo el equipamiento y un saco lleno de ilusiones que se han ido fraguando en todos estos meses de espera.

Dos horas y media te separan del río. Los primeros kilómetros son pesados. Siempre parece sorprenderte el tráfico que hay a estas horas. Se juntan los que terminan la noche con los que somnolientos dirigen sus pasos a una nueva jornada de trabajo. Y también con los que quieren disfrutar de un día lejos de la atestada urbe. Quién sabe, algunos quizá estén yendo de pesca.
Con las primeras luces del alba el sueño se va tornando realidad. Las montañas se dibujan en el horizonte y un hermoso día despejado se va abriendo paso. Los hados sonríen a los pescadores mientras descorren el telón de la noche. Pescadores y pescadoras: con todos ustedes ¡el día de la apertura!
Un resplandor azul me distrae de mi enseñación. El camión delante de mi se aparta a un lado y me encuentro de frente con un agente de la ley. En la mitad del medio de una rotonda, me regala un pitorrito de plástico y me requiere que le dedique un soplido. Me pregunta que si he bebido. «No, señor agente, estoy borracho, pero no he bebido una gota». Tras constatarlo por sus propios medios, me desea que tenga un buen día y me deja de recuerdo el pitorrito. «Gracias señor agente, se hará lo que se pueda».

Por fin en destino. Todo es familiar por aquí. Nada parece haber cambiado. Todo está dispuesto como en los paisajes de tu memoria. Incluso la luz y el relente de la mañana son como recordabas. Estás en casa.
Y comienzan las liturgias.
La primera cosa es revisar el caudal del río desde el puente. Está realmente bajo para esta época del año. Le falta mas de medio metro de agua. Echas un vistazo a las cumbres. Deberían estar cubiertas por un copioso manto blanco — al fin y al cabo estamos en invierno — pero no hay mas que una fina capa de caspa. Si en breve no cae mas nieve, este año va a ser muy duro para el río. Confiemos en que pronto el cielo se volverá de color ceniza. Pero hoy el sol brilla fuerte y poderoso y anuncia un hermoso día de pesca.
Decía mi abuelo que “Por la facha y por el traje, se conoce al personaje”, así que ya va tocando parecerse a un pescador. Vadeador, botas, chaleco debidamente pertrechado y que no falte mi sombrero marrón. El de invierno. El que acompaña y abriga mis ideas al comienzo y al final de cada temporada.

Venga, ya pareces un pescador. Y de los buenos. Ahora al río a demostrar que lo eres.
Al pie del río atas el primer nudo. ¡Qué nervios! Tus dedos, aún fríos, tardan en recordar su destreza, pero lo mil veces repetido ya no se olvida jamas y en seguida se vuelven hábiles y prestos.
Caña, linea señuelo. Todo en su sitio listo y dispuesto. Haces el primer lance. Tu corazón se embala. El señuelo está en el agua. El espíritu del río concluye su letargo y se apodera de todo tu ser. Concentración. Dedicación. En cualquier momento puede aparecer tu pez y tienes que estar preparado.
Poco a poco vas perdiendo la tensión inicial y te visualizas en el maravilloso entorno en el que te encuentras. El rumor del agua. El trino de los pájaros. Los montes. Los árboles de la ribera, desnudos aún. Los farallones de roca. Las praderas reverdeciendo. Tan distinto de la ciudad. Tan ruidoso y tan solitario. Se produce así esa comunión por la que te sientes parte de aquello y tu corazón se inunda de paz y sosiego.

Parece que los peces tardan en llegar. No pasa nada. Sabemos que las aperturas son complicadas. Paciencia, llegarán. Cambias de señuelo. Vas probando técnicas. Repites los sitios en los que otras temporadas conseguiste tu primer pez. Pero las truchas se demoran.
De repente sientes algo vivo del otro lado de la línea. Tu brazo actúa como un resorte bien engrasado. Ya está. Has conseguido engañar a un bravo animal salvaje. Pero no se va a dar por vencido tan pronto. Peleará y tu tienes que ganar esa pelea. Un salto, una cabriola, una maniobra de evasión hacia el fondo, un cambio repentino de dirección. Tu brazo y tu muñeca saben bien que hacer pero todo pende de un fino hilo y de un anzuelo que se desprenderá tan pronto como la tensión cese.
Con la mano libre tomas la sacadera y la acercas al pez que va cediendo en su lucha. Ya está encestada. Es oficialmente una captura. La tensión cesa y puedes ver por primera vez y con detalle a este bello habitante del río.
Con cariño eliminas el anzuelo y das un respiro a la trucha devolviéndola a su medio natural. Aún la retienes en la red. No es un ejemplar de medias extraordinarias pero es la primera de la temporada y debe ser inmortalizada. Buscas la cámara dentro del vadeador. Caña, sacadera, cámara … te vendría bien una gacheto-mano extra. Reordenas el set y le haces unas cuantas fotografías a la estrella de la temporada.

Ha llegado el momento de devolver la libertad a tu presa. Antes de decirla adios le agradeces desde el alma que haya venido a visitarte y la deseas lo mejor para poder seguir sobreviviendo. Una vez libre corre desorientada y se agazapa en una piedra a pocos centímetros de tu bota. Se queda quieta un rato y te mira. Parece como si quisiera decirte algo, y no pudiera. O quizá si.
Te recompones y vuelves a la posición de pesca. Una inmensa sonrisa se dibuja en tu cara. Es la estampa de la felicidad. Madrugón, viaje, frío … nada importa ya.
Un año mas, la magia ha comenzado.
